03 febrero 2016

La felicidad






No existe mayor ni más compartido anhelo en el ser humano que ser feliz. Un anhelo que, dicho sea de paso, raras veces se satisface de una manera más o menos continuada en la vida; lo que indica que se trata de un fin que no se alcanza por medio de la simple voluntad. Esto genera un descontento o una frustración que, por lo mucho que hay en juego y lejos de resignarse, no hace sino que el individuo incremente su deseo de felicidad hasta el punto de convertirlo en la prioridad de su existencia. Prueba de ello es el aluvión de libritos de autoayuda que al incluir la palabra “felicidad” en sus títulos convierte a un buen número de sus autores en millonarios.
Pero antes de avanzar en este artículo es necesario formular algunas preguntas para dejar patente que estamos tratando sobre una cuestión subjetiva y, por ende, relativa. Tales como: ¿qué entendemos (qué entiende usted) por felicidad?; ¿cuál es su idea?; ¿qué cree que podría hacerle feliz?; ¿considera la felicidad como un estado de permanente dicha, o tan solo como algo momentáneo y esporádico que irrumpe en determinadas ocasiones? En este último caso, ¿no estará llamando felicidad a lo que es la natural alegría?...

Conviene tener en cuenta que el término “felicidad” (felicitas: fertilidad) es bastante moderno; empezó a propagarse en el siglo XVIII junto con el desarrollo de una conciencia de la individualidad inédita hasta entonces en la cultura occidental. Así que anteriormente a tal periodo los antiguos no emplearon nunca dicha palabra, si bien en la mayoría de los textos que escribieron sí figura pero debido a una cuestión de traducción y de actualización del lenguaje. Por ejemplo; Sócrates, Platón y Aristóteles hablaron de la eudaemonia, que significa vivir bien o con prosperidad. Sostenían que solo se podía llegar a ella mediante una vida virtuosa. Sin embargo esta antigua idea resulta hoy muy cuestionable. Todos convendremos en que una vida próspera no garantiza la felicidad. Y tampoco creo que por medio de la virtud se le dé alcance, cuando a menudo puede observarse que sucede más bien lo contrario.
Otro término que emplearon los estoicos, y sin duda más interesante al recaer el acento en el ser y no en el tener, es el de ataraxia: serenidad o quietud del alma frente a las adversidades de la vida. Así, el bienestar interior queda desligado del estatus social y de los bienes materiales que el individuo pueda conseguir en la vida. Propuesta que no convencía a los adeptos de la escuela contraria, los epicúreos, para quienes el propósito de la vida era disfrutar equilibradamente de los placeres y vivir secundum naturam (en armonía y de acuerdo con la naturaleza).
El hedonismo de hoy, que muchos asocian a la felicidad, deja en pañales a los antiguos epicúreos y su pretensión de gozar de forma moderada de los placeres. Pues no hay nada de moderado en una obsesión. Y lo que es más grave; hace aún más infelices a las personas. El placer y el dolor son las dos caras de la misma moneda, por lo que no es posible avivar uno sin suscitar de algún modo al otro. Se trata, en fin, de una actitud superficial originada por la ignorancia, como no puede ser de otra forma.
Santo Tomás de Aquino también abordó en su tratado moral (Suma Teológica) la cuestión del fin último del hombre, que según él es la Beatitudo: plenitud del ser que se logra por medio del ejercicio y desarrollo de su espiritualidad. El sentimiento de bienaventuranza, tan referido por Jesucristo en su famoso Sermón de la Montaña, también se asienta exclusivamente en el espíritu, pero en un espíritu liberado de la carne y de las opresiones del mundo temporal, más allá de la muerte, en donde aquel será justamente recompensado por los oprobios y las iniquidades que haya tenido que sufrir en su vida terrena por razón de su mansedumbre. Esa bienaventuranza prometida infunde esperanza e incide positivamente en nuestro ahora, lo cual no es poco; entre vivir con fe y esperanza y llevar una vida desesperanzada, dista un abismo. Al margen de la particular creencia de cada uno, eso es un hecho incuestionable.
¿Y qué nos dicen los hombres de ciencia al respecto? Evitando entrar en detalles para no enredarnos demasiado, estos básicamente sostienen que el responsable de la (in)felicidad se encuentra en nuestro sistema límbico cerebral. Y ahí nos dejan solos con eso. Obvio, pues el asunto de la felicidad no les concierne de ningún modo. E incluso hay quienes afirman con toda crudeza que el cerebro humano, producto de una evolución de 700 millones de años, no está diseñado para ser feliz sino para la supervivencia del individuo y de la especie. ¿Quién fue el degenerado al que se le ocurrió inventar la poesía?

Bastarán estas pocas referencias (hay muchísimas más) para evidenciar la falta de acuerdo que existe en torno a esta cuestión considerada por todos como fundamental. Así que, volviendo al principio, tal vez la mejor respuesta sería la que cada uno pudiera obtener por sí mismo. ¿Cuál es su idea de felicidad? (porque a lo mejor se trata solo de eso, de un ideal sin base real alguna). Y como si de un cóctel se tratara, cada quien podría ir añadiendo los ingredientes más apetecibles según su particular gusto y en sus justas proporciones: ¼ de placer, ¼ de satisfacción, ¼ de éxito, ¼ de salud… “Mézclese bien y sírvase frío. Le recomendamos también nuestra especialidad de la casa: Sexo y Dinero”.
Se trata de una frivolidad, sin duda. Pero hecha con toda intención y a tenor de lo que muchos, aun inconscientemente, considerarían ingenuamente como una vida feliz.
El bienestar, la satisfacción, el placer, el éxito (o lo que entendemos por él)… no conducen a la felicidad, en el supuesto de que esta sea realmente un estado mental o espiritual alcanzable por el ser humano, aquí y ahora. Lo que sí pueden ser son gratificaciones del ego. Pero se da la circunstancia de que es el ego precisamente el gran escollo de la felicidad. En cuanto a la satisfacción, que también muchos asociarían a su idea de felicidad, ya el sabio indio Jiddu Krishnamurti lo expresó con total contundencia: “Una mente satisfecha es una mente embrutecida”.
No, no puede ir por ahí la cosa de la felicidad.

Mi consideración personal es que la felicidad, la plenitud, la ataraxia o como queramos llamarlo solo puede darse mediante el perseverante trabajo interior y el constante enriquecimiento espiritual de nuestro ser humano. Cualquier otra cosa es enredarse entre las ramas y desatender la raíz. No somos hijos del azar o productos de un accidente cósmico, sino que hemos sido creados “a imagen y semejanza” de un Ser que nos ha otorgado la libertad de elegir, de ser como queramos ser. ¿Con qué fin? ¿Por qué? ¿Para qué?... De nada servirá ahondar en sus razones o propósitos porque no estamos capacitados para conocer su Misterio, pues si fuera posible dejaría de serlo. Todo lo que nos aparte de ese centro nos alejará también de nuestra esencia, dando como resultado una infelicidad cada vez más amarga y difícil de sobrellevar. Dejemos de teorizar y observemos simplemente que esto es así.

Cuanto más infelices seamos más hablaremos y leeremos sobre la felicidad porque más nos obsesionará. No hagamos lo que algunos; que pregonan a los cuatro vientos lo felices que son pero lo único que consiguen es poner su estulticia en evidencia. Se ve demasiado claro que lo que pretenden es creérselo (y hacérnoslo creer) por medio de la autosugestión o el autoengaño. Quien es realmente feliz no lo dice, y mucho menos presume de ello. Simplemente vive, vive de verdad. Y hace de su propia vida una lección sobre cómo no sucumbir a esa infelicidad tan presente en nuestro materialista y hedonista mundo moderno.