26 octubre 2014

Réquiem


    Encendió la luz; una luz lánguida y amarillenta que no obstante rasgó la penumbra del atardecer. El trino de los pájaros y el rumor sordo del equipo electrógeno situado en el sótano (único destello de civilización en toda la casa, en toda la aldea abandonada) eran para él como la misma voz del silencio. Conocía muy bien aquella voz. También en la ciudad solía oírla a menudo, cuando el murmullo urbano se filtraba a través del cristal de la ventana y llegaba a sus oídos mortecino y ajeno, como una ensoñación vaporosa que intensificaba su sensación de aislamiento. Sí, nunca como en la ciudad se sentía tan solo. Ni siquiera ahora, a pesar de saberse real y físicamente solo en cuatro kilómetros a la redonda.
   Con aire cansino reordenó la pila de folios escritos que había sobre la mesa y en cuya primera página figuraba el título: Los lepidópteros diurnos pirenaicos. Leyó el último párrafo de la hoja que había insertada en la máquina de escribir con el fin de continuar con su tratado: "Como todo el mundo sabe, el género Papilio es de los más fáciles para inducir al apareamiento manual debido a la pronta estimulación de las protuberantes valvas del macho". Volvió a leerlo con desagrado. ¡Qué ridículo!, pensó. “Como todo el mundo sabe”. ¿Y por qué iba a saber todo el mundo que el macho de las Papilionidae tenía una verga gorda y cumplidora? Si la inmensa mayoría de la gente desconocía a Verlaine, Rabelais o Valéry menos aún habría de saber qué era un ropalócero; nombre culto con que se designaba a la mariposa diurna. Su rostro esbozó una sonrisa al recordar lo que Miguelina le había dicho dos noches atrás: “Con lo bonita que es la palabra mariposa, ¿por qué le pone usted esa otra tan fea de lepidóptero? Suena a rata voladora”. Él se echó a reír de una forma poco natural y más bien estúpida, con esa tierna autosuficiencia con que un padre se reiría de su hijita. Pero Miguelina no era una niña, ni tampoco, aunque a veces pudiera parecerlo, una joven ingenua. Era una mujer hermosa, perspicaz, con una alegría contagiosa y una naturalidad envidiable. “Creo que lo que les ocurre a los hombres de ciencia como usted –continuó ella-, es que no saben apreciar la sencillez de la vida. Por eso les gusta poner palabras tan feas y rebuscadas a todo”. Él quedó un tanto desconcertado ante tal audaz diagnóstico, pero, por mal que le pesara, tuvo que reconocer que su bella dama tenía un buen punto de razón.
   Echó freno a sus elucubraciones y se dispuso a proseguir con su tarea. Apenas llevaba diez minutos escribiendo cuando de pronto la luz parpadeó y un soplo frío le roció la cara. Alzó levemente la vista por encima de sus lentes de media luna, y entonces distinguió la esbelta y grácil figura de Miguelina apostada frente a él.
    -Hola, profesor –le saludó con una sonrisa, como siempre encantadora-. No quería molestarlo, pero es que hoy me apetece tanto charlar con usted... Aunque si lo prefiere puedo volver más tarde.
    -No, no, quédese –le rogó-. Yo también necesito distraerme un poco.
    La muchacha soltó una risita de alegría al tiempo que volteó sobre sí misma como una experta bailarina de ballet; con la cadencia de una mariposa desplegó al aire la falda de su vestido blanco cual si fuese las alas de una Hedychium Coronarium. ¡Cómo le revitalizaba el solo hecho de contemplarla!
   -Profesor, mi apuesto y querido profesorcito –se aproximó a él hasta sentarse en la mesa, junto a la máquina-. Es usted un hombre tan bueno y comprensivo, tan tierno... Qué hubiera dado yo por conocerle en mi tiempo. Los hombres de antes, sobre todo los de esta comarca, eran demasiado rudos. No sabían tratar a las mujeres. Esa fue mi desgracia. Yo tenía que haber nacido en París y ser una artista de baile. Pero no nos pongamos tristes. No. Quiero verle feliz y oírle reír. Porque usted, profesor, ríe muy poco. Sí, ríe poco y flojito. Y eso no es nada bueno, ¿sabe?
   Él estaba un poco enamorado de aquella mujer, o mejor dicho, de aquel espectro femenino rebosante de vitalidad que acudía a visitarlo a diario desde hacía algunas semanas. A veces imaginaba lo maravilloso que hubiera sido haber vivido en su tiempo, como ella decía, haberla conocido en carne y hueso para así poder cortejarla como un amante apasionado; y tocarla, y acariciarla, y besarla… Ella poseía la extraordinaria facultad de ahuyentar todas sus penas con su mera presencia, de hacerle olvidarse de sí mismo, de reventar como una pompa de jabón la ilusión de su soledad, tan real y pesada cuando ella desaparecía de su lado. Pero cuando su imaginación le empujaba más adentro de aquella historia que hubiera podido ser y no fue ni sería nunca, comprendía que ella jamás se habría interesado en un tipo como él. ¿Por qué iba a hacerlo habiendo tantos galanes y existiendo París? Ahora su damisela le prestaba atención porque era el único hombre en toda la aldea, no había otro rival con quién competir. De haberlo habido, tenía claro que ella ni siquiera le habría mirado. Por alguna misteriosa razón, que sin embargo no deseaba de ningún modo conocer, su bello fantasma sólo podía manifestarse en algún lugar de aquella aldea despoblada y en ruinas. El pequeño cementerio abandonado, con sólo siete cruces ajadas, lindaba con la vieja casa donde él residía.
   -¿Va a quedarse mucho tiempo aquí? –le preguntó ella por enésima vez-. Espero que sí.
   -Ya le he dicho que un par de meses más o menos. Cuando acabe este trabajo me iré. Pero no se preocupe, no tardaré en regresar. He empleado demasiado tiempo y dinero en rehabilitar esta casa. Eso sin contar con las dificultades burocráticas que he tenido que resolver. Y es que hoy en día no le dejan a uno vivir en paz con tantos permisos, autorizaciones y papeles. Imagínese que hasta para capturar una simple mariposa se necesita hoy un permiso especial. La burocratización de la vida social es la peste negra de la modernidad.
   -¡Oh!, pero eso no es algo tan nuevo como piensa. Hace un siglo muchos se quejaban de lo mismo.
   -Pero no tanto, no tanto –replicó él-. Todo ha llegado a un punto verdaderamente esquizofrénico. Mi querida Miguelina, no le sorprenda si le digo que la envidio. La envidio por haber vivido en un mundo mucho más auténtico y natural que el que a mí me ha tocado en suerte.
    -No diga eso, profesor.
   -¿Y por qué no si así lo pienso? Me repugna esta sociedad, para qué le voy a mentir. Soy un nostálgico impenitente. Por eso siento un hondo respeto por todos aquellos que tuvieron la decencia de vivir y morir antes que yo. Es una indecencia vivir hoy en este tiempo. Sólo los sumos sacerdotes del idiotismo, los profetas de la sacrosanta tecnología, creen vivir en el mejor de los mundos posibles.
   -A veces habla de una manera que no le entiendo, profesor.
   Él la contempló con un semblante enternecido.
   -Mucho mejor para usted si no me entiende, créame. Ojalá yo tampoco lo entendiera.
   -Déjese de cháchara y ponga algo de música. ¿Le gustaría bailar conmigo? Ande, sea bueno y baile conmigo.
   -Pero es que no sé bailar. Además, ya sabe la clase de música que tengo.
   -¡Oh, sí! –hizo pucheros con los labios como una niña contrariada-. Su música es muy seria y aburrida, es verdad.
   -Bueno, es la que me gusta oír mientras trabajo. Si pongo otra me distraigo.
   -¡Hagamos una cosa! Mientras bailamos, yo pondré la música, ¿le parece?
   Ella se puso a danzar de nuevo mientras tatareaba una canción que él nunca había oído. Su voz le encandilaba tanto como la delicada y sensual imagen en movimiento que observaba absorto, como un espectador admirado frente a una obra de arte.
   -Vamos, profesor, ¿a qué espera? Venga a bailar conmigo.
   Si la vanidad era un pecado, entonces él amaba sin reservas el exquisito pecado de esa mujer. Lo amaba con la misma efusión con que aplaudía la frivolidad natural, espontánea e incluso santa (pues ella al fin lograba purificarlo de toda oscura inclinación) que aquel bello ser etéreo, y sin embargo tan terrenal al mismo tiempo, derrochaba alegremente a su alrededor como una estela de ingrávidas y hermosísimas flores.
   -¡Vamos, venga!
   Con cierto titubeo el hombre avanzó un par de pasos. Y justo cuando se disponía a lanzarse, a dejarse llevar quizá por primera vez en la vida por un puro impulso del alma, un nuevo espectro se materializó de repente, interponiéndose entre ambos. Era la imagen de un hombre fornido, entrado en años y de aspecto torvo. Vestía ropa rústica, con una boina calada en la cabeza y un ancho refajo negro alrededor de la cintura.
   -¡Qué inoportuno, señor Isidre! –protestó Miguelina-. Ahora que ya lo tenía convencido para que bailara conmigo.
   -¡Cagu en dena! –espetó el recién llegado clavando sus ojos en el profesor-. ¿Es que no tiene otro lugar donde dejar su coche más que en el sembrado?
   -¿Qué sembrado?
   -No le haga caso, profesor. Son cosas suyas.
   -Como si no tuviéramos bastante desgrasia con que haga más de un mes que no llueva. ¡Cagu en dena! No sé adónde iremos a parar.
   -¿Pero por qué le importa a usted tanto que llueva o no llueva? –inquirió el profesor.
   -Por los sembrados.
   -¿Qué sembrados?
   -Ya le he dicho que son cosas suyas, profesor.
   -Y también por los prados. Este año las vacas darán poca leche.
   -¿Qué vacas?
   -¡Oh, miren! –exclamó Miguelina -. Tenemos una nueva visita.
   Medio oculto en la entrada de la sala vieron la figura de un niño de unos seis años que los observaba en silencio y con aire apocado, entre curioso y asustadizo.
   -Ven con nosotros, Ferrán –le llamó Miguelina-. No tengas miedo. Estábamos a punto de bailar. ¿Quieres bailar conmigo? ¿Sí?...
   -A lo mejor con un poco de suerte llueve esta semana.
   -Sí, es posible.
   -Vamos, Ferrán. ¿Por qué no vienes?
   De pronto el niño comenzó a llorar:
   -Mamaaa... Mamaaa...
   -¡Calla, nen! –ordenó Isidre-. Siempre con la misma murga. ¿Usted sabe lo que es aguantar los lloros de este mocoso durante ochenta años?
   -Hombre, pues...
   -No le hable así al niño, Isidre. ¿No ve que lo asusta más?
   -Eso no es un niño, es peor que un burro. Al menos los burros aprenden, en cambio él no aprende que nunca más volverá a ver a su madre.
   -Mamaaa... Mamaaa...
   -¡Qué cruel que llega a ser usted! –le amonestó Miguelina-. ¿Ve lo que le decía, profesor? Antes todos los hombres de por aquí eran como él. Esa fue mi desgracia.
   -Tu desgrasia, xiqueta, fue que tu marido te pillara con el tabernero.
   -Isidre, por favor, ese comentario no...
   -Déjele, profesor, si no vale la pena discutir con él. Estas montañas aisladas convierten a los hombres en animales.
   -Mamaaa... Mamaaa...
   Durante unos instantes el profesor se complació observando a los tres fantasmas. Lejos de agobiarse por la algarabía del momento, les estaba en realidad muy agradecido. Precisamente ellos, los muertos, habían entrado en su casa para insuflarle algo de vida, para ofrecerle una idea remota de lo que significaba una familia, con llanto de niño incluido. Era entonces imposible sentirse solo. Pero si tanto le pesaba la soledad, ¿por qué había tomado la determinación de recluirse temporalmente en una aldea abandonada del Pirineo catalán y con un cementerio pegado a la casa? No sabía dar una respuesta cabal a esa pregunta. Tal vez de algún modo intuía que para vencer a un demonio debía enfrentarse a él cara a cara, nunca escapar en una huida condenada al fracaso. Pero su agradecimiento también se debía a otra razón.
   -Hemos venido a hacer compañía al profesor –dijo Miguelina en tono conciliador-, y no a molestarlo.
   -Eso díselo al nen llorón ese. Yo al profesor me lo apresio.
  Les agradecía esa total banalidad de sus palabras, el hecho de que nunca mantuvieran conversaciones trascendentes o le revelaran algún misterio capaz de zarandear su solidificado esquema mental. Él también, por su parte, evitaba hacerles cierto tipo de preguntas, como por ejemplo: ¿por qué ellos eran solo tres cuando en el cementerio había siete cruces?; ¿dónde estaban los demás?; ¿existía el cielo y el infierno?; ¿por qué un niño de sólo cinco o seis años había quedado atrapado en el mundo, al igual que Isidre con sus prados y sus vacas?; ¿y por qué el pequeño jamás volvería a reunirse con su madre?; ¿dónde estaba ella?; ¿existía la eternidad?... Sin embargo, aun en el supuesto de que él se hubiera atrevido a formularles tales preguntas, dudaba de que alguna hipotética respuesta hubiera podido alterar de modo sustancial su visión del mundo y de las cosas. No lo creía probable. A decir verdad, pensaba que ni siquiera sería capaz de sorprenderse. Él había perdido toda capacidad de asombro en esta vida, toda... excepto en lo que a su profesión se refería. Si en aquel preciso momento alguien hubiera entrado por la puerta para mostrarle un nuevo insecto aún no catalogado, entonces sí se habría entusiasmado hasta el punto de pasarse la noche en blanco. Sabía que resultaba absurdo y triste, pero así era.
   -¿Qué le ocurre, profesor? –le preguntó Miguelina-. Se ha puesto tan mustio de repente...
   -No es nada.
   -No se preocupe, noi. Estoy seguro de que muy pronto lloverá.
   -¿Dónde está el niño? No lo veo.
   -Se habrá ido a dar la murga a otra parte.
   -Isidre, no empiece. A propósito, profesor. Usted y yo tenemos algo pendiente. Mañana no se me escapa.
   -Este otoño tampoco habrá setas. ¡Con lo que me agradan los rovellons!
   -¿Saben ustedes que sin los insectos la vida en la Tierra sería imposible? Ellos polinizan a la mayoría de las plantas, sirven de alimento a animales esenciales, elaboran productos de mucha utilidad al hombre...
   -Mañana bailará conmigo un vals. ¿Le gusta el Danubio Azul?
   -Y el río, ¡cagu en dena! Nunca lo había visto con tan poca agua.
   -Aparecieron hace unos cuatrocientos millones de años y suponen el sesenta y cinco por ciento de los seres vivos del planeta.
   -Yo le enseñaré a bailar, ya verá. Y no tenga cuidado por pisarme. Como no lo voy a notar...
   -Recuerdo que cuando yo era nen muchas veses teníamos que dejar las casas por miedo a las inundasiones.
   -Conocemos unos dos millones de insectos, y se estima que aún quedan varios miles por descubrir.
   -¡Ay, profesor! Cómo me hubiera gustado ser una artista de baile en París, o en Viena. ….

    Salió al balcón. Una bruma suave y esbelta envolvía la noche de luna llena. Se recostó sobre la baranda mientras contemplaba el cementerio. Apenas se distinguían las siete cruces de piedra. Impertérritas, parecían desafiar el tiempo anecdótico y efímero de los vivos. Volvió a oír el llanto del niño, esta vez como ahogado por la espesura de la noche. Luego vio un retazo de tela blanca deslizándose y confundiéndose entre la neblina. Pensó que sería Miguelina acudiendo de nuevo a consolar al pequeño, ya que éste al poco cesó de llorar. Se percató de que todo atisbo de vida humana en el lugar se concentraba precisamente en aquel pedazo de tierra del que la muerte era propietaria, y no en su casa con luz eléctrica. Tuvo la sensación de haberse transformado de repente en uno de los coleópteros de su apreciada colección. Incluso notaba una molesta opresión en la espalda, como si una gran aguja ensartada en el tórax lo mantuviera clavado en un punto indefinido del espacio, suspendido en medio de una nada.

   Y con los ojos húmedos y la voz quebrada, murmuró desde su púlpito:
   -Rendid pleitesía a vuestro príncipe, moradores de los cementerios. Porque no hay entre vosotros nadie más muerto que yo.
                                                                                                 
                                                                                                 (relato)

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