19 octubre 2014

El Sol y la Vida

La jornada del sol es una metáfora de la vida, de la vida humana en el mundo. Cuando al alba sus rayos despuntan lánguidos por el oriente, empieza el día, empieza la vida, nuestra vida. Y de la misma manera que él no viene de la noche ni va hacia la noche, nuestra vida tampoco viene de la nada ni va hacia la nada. Todo su fuego proviene de un átomo, como toda nuestra luz proviene de un soplo, de un soplo de Aquél que creó todos los soles, todos los mundos y todas las vidas.

Amanecer es nacer. Cuando amanece, cuando se nace, se siente el frío de todo aquello que aún está por hacerse, por escribirse. Y en medio de esa prístina frigidez irrumpe el estallido de la vida que comienza: así el bullicioso trino de las aves que despiertan tras la noche, así el estridente llanto de los recién nacidos…


 Luego llega la mañana, y con ella la juventud. Entonces la luz es tan intensa que, más que iluminar, deslumbra y ciega. Los sentidos se ofuscan, como incapaces de asimilar tanto derroche, tanta savia desbocada. El joven es subyugado por el frenesí de los instintos, y no puede sino más que ponerse a danzar bajo el sol y las estrellas.


Mediodía. Media vida. La verticalidad lo engulle todo. El sol cae a plomo sobre las cabezas y éstas, en su ardor, piensan y actúan verticalmente, obsesionadas en satisfacer sus deseos con la mayor inmediatez. No hay tiempo ni voluntad para otras cosas, o lo que es lo mismo, se huye de lo que no se comprende y asusta: de lo oblicuo y lo horizontal, de la tarde y la noche. De lo “substancial” humano.


Pero llega la tarde, sin aviso, casi por sorpresa. La luz atenúa su potencia, y la oblicuidad confiere a los colores una mayor gama de matices. El verdor amarillea porque la vida se ha hecho otoñal. El pasado pesa más que el futuro, y las ilusiones van encogiéndose a la vez que la nostalgia se espuma. Para unos la tarde es apacible, otros sin embargo se abruman ante el límite ya visible del horizonte, y torpemente se disfrazan de lo que hace tiempo dejaron de ser. ¡Qué grima da ver a una tarde disfrazada de mañana!


Y al fin, el crepúsculo. No hay otro momento del día –del todavía “día”- en que la luz exhiba tan variados y sublimes colores, como un anticipo del misterio que pronto va a ser revelado: que el sol nunca se movió de lugar, sino que fuimos nosotros, nosotros en el mundo, quienes peregrinamos por la vida en busca de la auténtica vida. Si el amanecer es frío, el crepúsculo es cálido. Si la mañana deslumbra y ciega, en el ocaso el sol ya se deja ver; ¿qué sentido iba a tener sino tal despliegue de belleza?


Sí, la luz es débil, tanto que los colores que la integran carecen de vigor para mantenerse unidos, y se desgajan evanescentemente unos de otros, formando un espectáculo de delicados cromatismos sobre el horizonte del oeste. Sí, el cuerpo se siente viejo y cansado, pero el espíritu destella el sereno fulgor de quien se encuentra a un paso de… LA ETERNIDAD. 

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